miércoles, abril 25, 2007

Narrativa Deshecha

La Cartonerie

Toda obra de arte es un delito a bajo precio
T.W. Adorno

I

No hubo más que noes a los petitorios y entonces el Ministro y su recorte no pudieron menos que tener éxito. No hubo hambruna, tampoco un plan de ayuda social. Las clases no empezaron y nadie dijo “no” al estado de cosas. El Presidente, mientras tanto, no claudicó; sólo trocó en sus discursos unos pocos adjetivos negativos. Por otro lado, no pudo no negociar y finalmente privatizó las últimas reservas no explotadas, sin augurar mejoras para el año siguiente. Se supo que en un discurso que no llegó a pronunciar había escrito: “No negaré que hubo un alza en los precios, tampoco, que el campo no tuvo cosecha, sin embargo, no dejemos que la desesperanza nos gane”.
En mi vida personal, mi primo, que siempre volvía del trabajo en tren, no llegó a decirme “esperé el tren, pero nunca llegó”. A decir verdad no tuve más remedio que inferir esto. Nunca más volvimos a vernos después de aquella mañana en la que nos despedimos y él se fue para la fábrica. A mi mujer la esperé en vano. Había salido de la ciudad a visitar a unos clientes, pero no habrá encontrado manera de volver. Hace unos días, me pareció que mi hijo, por no molestar, no se atrevió a preguntarme por su madre. Los dos solos, en casa, dejamos de salir a pasear, como solíamos hacerlo después de cenar, simplemente porque dejamos de cenar. El régimen de ayuda social se detuvo porque según palabras del ministro “no podemos no recortar gastos superfluos”. Mi hijo y yo no imaginábamos cómo era no comer. “No vamos a lograr resistir mucho tiempo más”, pensé. Aunque el tiempo no dejó de pasar como antes, como siempre, comenzó a tener menos importancia o simplemente dejó de tenerla desde el día en que tuvimos que empeñar el reloj, no sin el agravante de no conseguir dinero a cambio. Al día siguiente de haber dejado en garantía el reloj, fuimos a buscar la suma prometida por el prestamista, pero la casa de empeños no había abierto sus puertas. Un vecino del local me comentó que había visto al dueño cerrar el comercio la víspera, pero que ahora ignoraba su paradero. “¿No va a hacer la denuncia?”, me preguntó bajo la lluvia, frente a la persiana del local. “No veo que sea posible, no tengo a quién denunciar”, le contesté.
“Por esta razón -comencé a pensar- para mi hijo y para mí, el tiempo deja de pasar, porque el tiempo es eso que medimos.” Así, la palabra tiempo comenzó a desaparecer de nuestro vocabulario. “¿No la vamos a usar más?”, me preguntó mi hijo. “No sé –le contesté–. ¿Por qué?” No respondió. Sin embargo, no dudábamos de que el tiempo, que no dejaba de acorralarnos, en la urgencia de quien no tiene qué comer, no dejaba simultáneamente de desaparecer.
Lo mismo notamos del espacio. Todo comenzó a volverse prescindible, anecdótico. El administrador del consorcio no salió en nuestra defensa cuando el dueño del departamento que alquilábamos con mi hijo, le advirtió que no toleraría más negativas a la hora de venir a cobrar. A esto, el solícito administrador respondió: “No se diga más, en breve, no ocuparán más el departamento”.
No pudimos salir por la puerta de adelante ya que habían decidido negarnos ese privilegio. Eso podría habernos parecido una ofensa, pero mi hijo y yo no lo tomamos así. Estábamos acostumbrados a salir por la puerta lateral que daba a una calle sin salida, mucho menos ruidosa que la avenida que rozaba la puerta principal. Esta avenida, sin embargo, no dejaba de tener la apacible vista del parque municipal, que estaba cerrado desde hacía meses, cuando la última partida del presupuesto dejó de existir.
Finalmente resultó no ser una mala salida a la situación. Decidimos saltar la valla e instalarnos precisamente en el parque, que tantas veces habíamos visto, sin reparar en él. Del otro lado de la valla, comprobamos con mi hijo que no éramos los únicos que usábamos la intimidad de ese parque como residencia temporal. Un señor de barba muy larga nos recibió con la siguiente pregunta: “¿No me van a decir que a ustedes también los echaron?”. “No le podemos decir que no”, respondió mi hijo rápidamente. Los tres nos reímos. “Los invitaría con algo, pero todavía no pude conseguir nada para desayunar.” “Está bien, no se haga problema, recién llegamos y vamos a ver dónde podemos ubicarnos.”
No fue difícil encontrar una parcela donde sentarnos a la par de la casi ninguna cosa que llevábamos con nosotros. Sentarse para comprender eso que no pasaba, y entender que nuestra inercia en la nada podía no tener fin. Claro que no era pesimista: ser ya me bastaba y adjetivarme, llegado el caso, era un lujo que no me interesaba usar. Mi hijo también era, pero yo noté que él había empezado a ser antes que yo. Me pregunto si en un futuro llegará a decir “yo empecé a ser desde muy chico” y aunque esto no sé si será así, no dudo de que sea posible.
Pero no me parecía propio pensar en el futuro cuando el presente no dejaba de amedrentarnos. No era que no valorara el hecho, que nos privilegiaba, de estar ahí y en ese momento, en el filo de la existencia. Lo que ocurría era que no se podía negar que estábamos hechos de discontinuidades. No somos un espacio homogéneo; estamos hechos de grietas, pliegues, donde no siempre crece la certeza. Por el contrario, no puedo negar que en estos resquicios muchas veces crece lo opuesto a la nobleza y entonces, cuando no nos habita la virtud, podemos volvernos nosferatus que no encuentran un lugar donde saciar sus inquietudes.
Desde ese punto de vista no había misericordia para nuestras almas, estábamos obligados a tornarnos más reacios a cuestiones espirituales y no sin melancolía, pero dispuestos a no mirar hacia atrás, decidimos no cejar en nuestro derrotero. “No veremos la orilla de enfrente, ni la luz en el fondo del túnel –le dije a mi hijo– pero ya verás que nada nos detiene.” Me sonrió, mientras se negaba a comer solo una galleta, que no había querido comer nuestro vecino de barba, y al mismo tiempo que la partía me dijo: “No hace falta que prometas nada, no tengo dudas”.
Habida cuenta de que en ese sencillo acto de la galleta se cerraba un trato de caballeros, los dos entendimos que el futuro no iba a ser un problema. Además, en lo personal ¿quién podría negar la actitud heroica de dos hombres que no temen al devenir? Ese mismo devenir que no dejaba de afligir a la mayoría, a nosotros no nos afectaba más que lo que podía incomodarnos la lluvia cuando estropeaba nuestra casilla de cartón y había que entender que era un material no durable.
En el contexto de nuestra arquitectura, el señor de barba, que, según dijo una noche, había sido arquitecto, se acercó, para preguntarnos si habíamos escuchado las nuevas negativas del gobierno a los reclamos de los sin techo. Con mi hijo nos miramos, mientras detrás de nosotros, la casilla se desmoronaba como una galleta de agua en un café con leche, y al unísono contestamos que no. “Pues bueno –dijo el arquitecto– no hubo arreglo. A partir de mañana no nos van a permitir que estemos más acá. Vienen las topadoras.”
Nuestra precaria arquitectura no dejaba de tener un lado positivo: Nos volvía nómades. Contrariamente, todos aquellos que proclamaban junto a sus chimeneas las teorías del “no-lugar” no pudieron menos que ver realizadas sus hipótesis. “Cuando la experiencia es ajena –le dije a mi hijo– mientras salíamos del parque a la par que entraban las topadoras, no podemos equivocarnos.” “No es para amargarse –me conformó– no va a faltar un lugar para nosotros.” “No me amargo hijo, sólo pienso en voz alta.” El arquitecto, al que nos encontramos en una esquina del parque, nos dijo que no tenía pensado dónde ir. Le respondimos que se uniera a nosotros y que ya íbamos a ver qué pasaba. “¿Están seguros de que no incomodo?” “No, hombre, no incomoda, acá a nadie se le niega nada.”

II

Aprendí a ver la funcionalidad de la arquitectura desde la primera maqueta que hice cuando era estudiante. Sin embargo, la funcionalidad no es el tema en cuestión.
Hoy cuando camino por las calles y veo personas durmiendo en cajas de cartón siento un profundo respeto por la mente humana. Desde tiempos inmemoriales, el hombre buscó refugio en las más diversas formas de la naturaleza. ¿Por qué no ver un arquitecto en esos hombres que con unos cuantos cartones edifican su hogar? Los mueve la necesidad de dormir a cubierto una o mil noches. Pero lo increíble es ver cómo entienden lo que hoy definimos en la arquitectura de vanguardia bajo la idea de lo efímero, lo mudable. Son los padres de la arquitectura integrada al medio. Captan profundamente la vacuidad de todo proyecto. El arquitecto como lo entendíamos murió. Quién quiere la firma del autor de un rascacielos en la parte inferior de un plano. Hoy la ciudad se disuelve. Esas casas nómades son la forma pura. Si esas casas, esas formas, expresan la nada, ¿qué son sino fantasmas? No lo son para otra cultura, pero sí para la nuestra. Nuestra idea del espacio es diferente. No pensamos el espacio como en la casa japonesa donde las paredes se mueven y de pronto, con un simple corrimiento, la casa es el jardín. En mi estudio, al lado de la maqueta del nuevo parque municipal que estoy diseñando para el gobierno de la ciudad, tengo unas piezas de cartón que me regaló un artista japonés. Esas piezas tienen partes móviles articuladas por unas pequeñas rótulas. Toda su estructura es sensible a las variaciones de la humedad ambiente, esto hace que todo el tiempo, según varíe la humedad, estas figuras muden sus poses. De acuerdo a luz que entra por las ventanas, las piezas proyectan sombras y todas las tardes distintos fantasmas se mueven por mi estudio. Llego a sentir una especial familiaridad con ellos. Son espectros cuya imagen es una evanescencia caprichosa. Humanoides o traslúcidos dinosaurios, se arrastran por el suelo y a medida que el tiempo pasa se continúan, quebrados, por las paredes, por donde trepan hasta el techo. Para ellos la arquitectura no es una jaula, no es una prisión: es el lugar donde poder ser, el plano donde alguien los puede ver, y claro, sabemos que nadie es si no es visto.
Pero nosotros tenemos que construir, de eso se trata el progreso. Piso sobre piso, hacia el cielo, como en Babel, pero sin dios. Sólo para subir más alto y poder ver más lejos. Sí, casi pensar que el suelo es un viejo recuerdo, el mero lugar donde las topadoras revuelven el barro, las excavadoras hacen agujeros para asentar las bases de hormigón de nuestras torres, que van a erguirse primero esqueléticas como modelos de acero y después brillantes como si fueran el collar de una mannequin. Siempre seguimos la misma lógica y pasamos del plano al volumen en un simple acto; la continuación perfecta y acabada de nuestra soberanía sobre el mundo. Del proyecto al hecho en una sola línea que se traza desde la regla sobre el papel y continúa como si dibujara sobre las vigas, las ventanas. Todo en un solo y unívoco acto. Es el continuo: el plano y la ciudad, son una misma cosa, y todo lo que vemos ven en el plano, lo vamos a ver en la ciudad. Digo progreso, progresión y pienso en una cadena incesante de hechos vanos o no. Un puro devenir de apuntes y cotas, calcos que replican una naturaleza que ya es la mímesis de nuestros gestos. La sombra chinesca de nuestro trazo, la brújula que señala nuestra ausencia. Puedo decir que yo también me borro poco a poco en mis diseños, dejo de ser a medida que crecen las paredes sobre el papel. Me vuelvo más vago en cada ángulo que abre sus piernas sobre el plano. Vuelvo a mirar las paredes, su teatralidad blanca de vela de barco. Ahí estamos, somos conejos, ciervos o liebres; camellos, bueyes o avestruces, somos negruras arrojadas al espacio por las manos de un fumanchú olvidadizo.
Nuestra urbe no se trata nada más que de una habitación que diseñamos para ser poblada. La ciudad es una pared para la proyección de sombras, el escenario donde se recortan las siluetas de cada uno, y no se puede aceptar intervenciones torpes, no hay lugar para cuerpos casuales o silvestres. No. El territorio de nuestras ideas es la maqueta, pero en las calles reales también debemos sostener la casta belleza del cartón. ¿Quién puede pensar que eso será habitado? El precio de la civilización es la libertad. No creamos ni para la función ni para la lógica. Creamos para el espacio, su pura vacuidad. Quiero enseñarles ese plexo de líneas. Es tan apropiado hablar del éxito de cada trazo en el plano; es tan evidente que la acumulación de esos elementos, vidrio, acero, ladrillo, produce verticales y contraplanos; ejes donde el arco y la bóveda acunan los sentidos; ángulos donde se guarecen las perspectivas para cobrar fuerza y salir disparadas hacia las terrazas como si fueran flechas lanzadas por un arquero.
No puedo pensar en la arquitectura sin el hombre: su necesaria ausencia, su indispensable vocación de no existir. Siempre pienso en esto cuando proyecto. Pienso que el hombre no va estar ahí, que va enaltecer la obra con su exilio, que las calles van a ser como esas que en las maquetas, adornamos con árboles de cartón y cochecitos de juguete. Porque es sabido, al menos para mí, que todo busca su borramiento, su negación. Todo menos el vacuo cartón de las ciudades que inventamos. Esas que esperan hombres de cartón que las recorran, espectrales, a la luz de los tableros de dibujo.


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