lunes, junio 20, 2005

Al César

I

G.G. devino crítico. Acusa, y quién sabe si con derecho, a ese bruto encefálico que prolifera en novelas y que pierde el foco entre vanguardias y realismos. Recibo sus esquelas por un correo clandestino, vía Paraguay. G.G. está aterrado y me advierte que no vuelva; me pide que me quede acá, en París. “Acá no aguantarías”, me dice y leo en una nota suya: “Dueño de un tesoro –al menos eso nos hacen creer– se aferra a la llave del secreto y albacea como una vieja puta, cada vez que le preguntan si no tendrá algún papel más guardado por ahí”.
G.G. escribe esto en su libro de notas que no puede ver la luz de la calle y duerme en su mesa de noche el torpe sueño que merecen los castrati. Se sabe –y lo sabe G.G.– que afuera está la policía cultural; está por todos lados, regentea cada medio y dispensa canonizaciones como un papado decadente y triste. Desde sus zonas de influencia, esta fuerza, amasa el siniestro Golem del público; pero lo peor, lo que G.G. descubrió, lo que llegó a sus oídos y despertó en él, a riesgo de su propia vida, el afán de la investigación, fue el proyecto del “laboratorio”.
G.G. solía deambular por la zona. Una tarde, un vecino le contó que había visto extraños ases de luz en el cielo. Pensó –le decía el hombre– que serían reflectores antiaéreos, aunque no podían ser ya que provenían del lado de la Facultad.
Con los datos del vecino, G.G. empezó una investigación: tomó notas y hasta gastó un par de rollos de fotos, varias noches de insomnio y espionaje. En su cuaderno escribió “fue espionaje, quién lo duda, si acá ya no se puede escribir ni pensar nada que no esté bajo la tutela de los próceres”. G.G. no da con el santo grial. Nadie piense que encontró la “novela peronista de Borges”. No, nada de eso, lo que vio fue la misma puesta en marcha de la máquina.

II

La trasnochan tontamente los brotes de pistacho que come en el desayuno. Evitar los exámenes y dejarse crecer el pelo, la va ayudar a mantener la línea. Esas palabras de su doctor la tranquilizan aunque no está nerviosa. Se baja del taxi apurada y ahora sube las escaleras del ministerio donde nadie la había citado. Un hombre del servicio de inteligencia británico escribió en su diario personal dos días después de conocerla “su voz me es familiar”. “Dulce muchacha, la propuesta por los índices de comercio y el alza de los valores hacen que todos estemos a tu merced”, le comenta su productor cada noche a la salida del teatro.
Le gotea y le gotea y le gotea la axila derecha, los nervios, el Aloe Vera, su padre. Profilaxis, le dijo el médico, ¿entiende? Una vez, a lo sumo, dos por semana, pero más yo diría que no...
Ella nada. Su rutina: dos horas de largos de la pileta del natatorio municipal. “Va a desarrollar mucho los brazos. Mejor haga mancuernas.”
Sí, por la tarde vaga mancuerna y se cansa en los parques otoñales. ¡Que nerviosa suda cuando le hablan de él! Y hace bien porque llueve. Ahora en Montevideo debe estar lloviendo, así que por qué no se desnuda y mira por la ventana. La ventana... hálito perdido... detrás de la lluvia, la otra acera, la gente corriendo y espera en tanto tiempo que gira y gira que el pájaro del cucú vuelva a salir, vuelva a salir.

III

Vos sos un atleta uruguayo que corrió la coneja en todos los certámenes de Europa. Berlín, Oslo, Copenhague. ¿Te acordás de Copenhague? Sí, Cope... Cortala, el recuerdo es cruel. La piba no viene. Seguro que está desnuda en el consultorio del médico. Pero dale, tomate otro moscato, total vos ya no corrés más. ¿O sí? ¡Que va! Correr. Con la bicicleta de reparto; ahora soy Dionisio panadero. Un día cruzo el Río de la Plata con la bici y se van todos a ... ¡Para loco, de qué hablás! El río... cruzar el río con la bici como un cristo de reparto, pedaleando, rozando la cresta de las olas, esquivando los desechos, corriéndole carreras a los aliscafos y la gente vivándome, y yo, dios, dios del río y ella allá, desnuda, pero curada, porque el médico de tanto que la desnudó la curó para siempre y yo pedaleo, la cadena gira, el plato y el piñón echan humo, las manos gastadas de tanto manubrio, los panes de la canasta destrozados por el agua, y yo pedaleando y las nubes del cielo y también la patria y detrás mi Montevideo y delante, Buenos Aires, rutilante y vanidosa como ella.
¡Despertá Enzo! ¡Vos no podés cruzar; vos sos paralítico, perdiste las piernas en un accidente de coche en la ruta cuando ibas a Punta; vos no sos repartidor de pan, vos te hiciste gay cuando ella te dejó! ¡Enzo pará, Enzo despertá!
Pero Enzo no para; qué va a parar, Enzo toma carrera desde el espigón más largo del puerto de Montevideo y quemando las gomas de la bici, en una carrera espectacular se larga de pleno al río y sí, milagro, el Enzo pedaleando desafía las leyes de la física, el Enzo primero como que se hunde y todos los que están mirando la escena le pierden la fe, no asoma nada, lo creen perdido, hasta algunos se tiran para sacarlo, pero enseguida alguien grita “está asomando la cabeza”, y sí, como el telescopio de submarino, empieza a asomarse la cabeza, y después los hombros, el tronco, al fin, la cintura, “¡el Enzo!”, grita un gurisito subido a un container. El Enzo ahora surca la superficie amarronada del agua y pone rumbo a Buenos Aires. Una lancha de la prefectura decide escoltarlo. El Enzo en otra de sus proezas, como cuando era el corredor máximo de todo el Uruguay. El Enzo ¿despierto o dormido? El Enzo, siempre el Enzo, porque los héroes viven más allá del sueño o la vigilia. Viven y cruzan fronteras como si el mundo fuera un juguete.