lunes, noviembre 26, 2007

Los clasificados

No querer salir de casa. Quedarme por rechazo al tedio que me propone ver, como todas las semanas, a mis patéticos clientes, me llena de orgullo. Quizá también de un poco de culpa. Quizá, aún más, de infelicidad. Lo cierto, es que hoy me quedo un rato haciendo las cosas que me gustan, retrasando la salida, sabiendo que incluso así, haré mis tareas cotidianas. Iré por la tarde a la editorial y pasaré los pedidos de mis clientes como si todo hubiera sido hecho con las más estricta disciplina. En la oficina estarán contentos, fingiendo a su vez otras tantas cosas que yo ignoro, pero que de alguna manera los vuelve felices. Los administrativos tienen otros problemas, y los ocupa hasta el cansancio sus pequeños territorios. Defender el escritorio, es como defender la barricada. Sé que tienen largos debates por tonteras, cuestiones de familia, y de vez en cuando, se traicionan creyendo que en esas acciones arteras se prepara la seguridad de su futuro.
De mi rutina me cansa la necesidad de meter todo en caja, de que las cosas sean hechas a la medida del reloj en vez de hacer las cosas a mi medida. Curioso humanismo el de la modernidad, finalmente se olvida del hombre. Acaso porque el hombre sencillamente nunca existió y entre nosotros no sea otra cosa que un común acuerdo, un pacto entre pocos, la idea sobre la que se funda un club de amigos.
Será por algunas de estas cosas que me cuesta salir de casa, así como el depresivo no puede salir de la cama o el que sufre de agorafobia que siente terror a los espacios abiertos. No sé. Las razones me parecen muchas más y más secretas de las que pueda exponer en una charla, distendido, fingiendo hablar de la vida, como hacen los porteños en los cafés todos los días.
Por mi trabajo, excepto cuando me cruzo con algún colega del gremio y nos demoramos charlando en un bar cualquiera, por lo general, no practico las charlas que ya mencioné. Lo mío es mucho más solitario, y así lo prefiero. Mi ceremonia se reduce a tomar un café acompañado por una medialuna y pedir el diario para ojearlo con un poco de profundidad y recordar, mientras paso las páginas, algunas ideas que aprendí en los años de la universidad, cuando me enseñaban cómo leer los medios.
Por supuesto, en mi trabajo, nada de lo que vi en la universidad tiene el menor sentido ni utilidad. Todo lo contrario, en la editorial no lo dicen abiertamente, pero desprecian el hecho de que haya ido a la universidad. Es más, a veces pienso que hasta les molesta, les da envidia, algo de resentimiento. De alguna manera, cultivan cierta brutalidad o repudio y aunque suene paradójico, por tratarse de una editorial, no hay que confundirse, nada más alejado de la cultura que una editora de libros. Bueno, al menos el área donde yo trabajo: ventas.
Los de ventas somos los burros de la editorial, los grasas, si no fuera por los de cuentas corrientes que constituyen una fuerza en sí misma y ostentan la brutalidad de las SS, seríamos la reseca. Por suerte, ellos nos salvan de ser los últimos en la escala humana. Ellos, con su altanería de aduaneros, poniendo el palo en la rueda a todo lo que hacemos, se pasean sin vergüenza exhibiendo sus groserías y amenazando con cerrar las cuentas de nuestros clientes ante el menor retrazo en las cobranzas.
Sí, esto es la guerra cotidiana. No somos otra cosa que las pequeñas elecciones que llevamos a cabo en cada ocasión, cuando alguien nos acicatea y nos obliga optar por esto o por aquello.

1 comentario:

Anónimo dijo...

tampoco quisiera hablar de mis desgracias editadas.

solo decir que celebramos su retorno, deshecho.