domingo, febrero 27, 2011

domingo, febrero 20, 2011

Amistades peligrosas

En respuesta a la idea que nos deja la lectora Nilda sobre la entrada anterior: diría que en la política de la amistad acaso exista cierto carácter transitivo razón por la cual el calificativo de "mierda" también me salpica a mí. Claro, cuando a uno lo salpica la mierda, luego huele mal, pero la vida es así. Al respecto agrego, que este blog se destaca por su extrema libertad para la expresión y por bancarse la palabras de cada uno. Esto no es fácil, lo resalto, pero lo intentamos. Por último, la amistad y su política: debo confesar que yo también soy una mierda en muchísimos sentidos. En mi casa tengo espejos y los uso. Finalle: la idea de mi nota no era marcar lo mierda o no de cada uno. Yo pensaba más bien en una crítica hacia algo de la materialidad, no sé. Quiero decir: nuestras relaciones también nos problematizan a nosotros mismos. Además no nos olvidemos de Fiat y de las estrategias de las empresas en estas partes del mundo.

En Europa no se consigue


Un amigo italiano que se jacta de sus búsquedas espirituales me dijo durante una visita la ciudad de este blog al ver un Fiat Palio Adventure: "qué berreta que es ese caño que le ponen al costado para que parezca una camioneta cuando en realidad es un coche de mierda" y agregó "que en Italia ese modelo no existe" y sumó "que los italianos ni en pedo se compran un coche hecho en Brasil", remató que ni bien se enteran -los italianos- que el coche no es italiano -se refería a un Fiat- lo dejan de lado.

Quedaba clara la patadita para nuestra patria al marcar la diferencia de calidad entre los productos producidos en cada país, más la exquisita actitud de los italianos a la hora de elegir sus consumos. Pero me quedé pensando que no es nuestro problema la segmentación que hace una marca como Fiat, multinacional, para poner productos de "segunda" casi con palabras de mi amigo en nuestro mercado. Es obvio que los diseños que no califican para el mercado europeo y sus normas de calidad, bien puede ser colocado en estos lares.

Después queda ver qué pasa y adonde van a parar las pretensiones espirituales de mi amigo cuando repara en esos detalles de carrocería. Muchas veces pensamos que los problemas de la vida son de otra índole cuando en realidad son económicos. La espiritualidad tiene un equivalente en dinero: cualquier cura o psicoanalista lo sabe. También lo sabe mi amigo al cuidar su alma de los malos detalles de carrocería.

Pero el problema, mis amigos, sigue siendo qué le dejamos deshacer a Fiat en nuestro país, por citar una de estas empresas automotrices.

Elegías romanas (versión caradura de una obra de Goethe)

Elegías romanas porque todas las negras camboyanas nacidas en campos para refugiados te cansaban con su aliento a cebollas hervidas. De las hijas de cónsules perversos que suelen concurrir a las reuniones de la embajada, hubieras escogido a las altas y rubias, pero a la hora de decidir volvías a tu vieja preferencia, las chicas de la Piazza Spagna. De las torpes indonésicas budistas, con sus vientres cansados y febriles o las bucólicas geishas que atentas sirven el té en salones de papel de arroz, considerabas superiores a tus romanas. Cuando una teutona te hablaba de filosofía o una francesa te hacía sentir su perfume; cuando una española te bailaba una jota o una gitana te leía las manos; cuando una carioca te susurraba al oído o una inglesa de sonreía tristemente, te quedabas mudo y con la mirada perdida te decidías como siempre por tus muchachas. A todas las bañistas húngaras considerabas elementales y, parejamente, a las nórdicas tildabas de superficiales; con cada una de las esposas de un sultán soñaste dormir o comer uvas, pero a la vuelta de esos divagues sabías que en Roma estaba tu destino. Volvías a elegir romanas cuando una portuguesa te recitaba poemas o cuando una traductora rusa te prestaba ayuda en el aeropuerto de Moscú. Por otros lugares paseaste tus inquietudes: te hartaste de las americanas de Bostón, te aburrió la tonada de las panameñas y te resultó poco estimulante la actitud de las paraguayas. Las porteñas te cayeron demasiado cursis y las australianas, por demás ingenuas. Al final del trajín, tu elección caía por su propio peso. Te sentabas a la mesa de un bar de la strada Rivoli y pedías un expresso mientras veías a tus chicas cruzar la calle, comprar flores o encender cigarrillos.