miércoles, febrero 20, 2008

Participá y ganá.  Encontrá el error en este relato re vello para gente sin pelos en la lengua y ganate un pasaje para leer poesía en la villa del Bajo Flores.

Segunda persona

Te fuiste lejos, a Turquía, ¿te acordás? La foto que me enviaste para navidad: vos y ese marino inglés, en el bazar. Atrás la foto decía “con Paul en el bazar armenio, te compré unas pavadas”. La navidad siguiente cuando llegaste, me dijiste que la noche de ese mismo día que se sacaron la foto, Paul se embarcó para Argelia y vos te quedaste solo y no pudiste escribir porque estabas triste y porque escribir te hacía pensar y que vos, por esos días no podías pensar.
Claro que te entendí. Volvías después de un año y era navidad. No quise preguntarte nada. Te dije que dejaras las cosas en nuestro cuarto, que lo ibas a encontrar igual que cuando te habías ido y que descansaras que a la noche íbamos a cenar pavo y vendrían mamá, papá y tu familia.
Así que te fuiste a dormir y yo en la cocina me pregunté por qué mi alegría era tan sosegada. Había mucho silencio. Levanté la vista. Afuera empezaba a nevar y sólo se escuchaba el tictac del reloj.
Vos dormías y yo trozaba el pavo con tu cuchilla favorita. Durante tu ausencia la mandé a afilar varias veces. Te hubiera gustado ver cómo cortaba después de cada afilada. Entraba en la carne con extrema facilidad y yo pensaba “si todo fuera tan fácil en la vida como cortar un pedazo de pavo con una cuchilla recién afilada”. Nunca te escribía sobre las cosas que pensaba. Prefería hacer silencio o sólo contestar cosas triviales para que vos estuvieras tranquilo, bastante te afligía la distancia, pero cuando llegaba el correo mi corazón palpitaba más rápido. Pasaba con ansiedad los folletos de promociones o las boletas de los impuestos, buscando el pulso desganado de tu letra en el sobre. A veces escribías desde Saigón, otras desde Beijín, la última desde Turquía. Un día que llegó el correo repetí la ceremonia acelerada de los sobres. Encontré el tuyo y lo rasgué. Saqué un papel plegado en tres. Lo desplegué y leí un puñado de excusas que explicaban la postergación de tu regreso. No hubo más cartas hasta que un poco antes de que abandonaras tu destino, enviaras un telegrama informando tu retorno, que el ministerio había decidido tu traslado y que en Navidad estarías de nuevo con nosotros.
Después de tu descanso te vi bajar la escalera. Te habías engominado el pelo y vestías de negro como un oficial. En casa ya estaban todos y se acercaron a recibirte. A mí me extrañó el brillo de tus zapatos, lo encontré exagerado y no recordé que lo usaras así. Mamá y papá te rodearon. Tu familia formó un semicírculo a unos pasos tuyos. El pequeño Bobby corría desconociendo la escena, había nacido cuando te trasladaban de Beijín a Turquía, nunca recibiste la carta de tu hermana contando la llegada de su primogénito y yo no te conté la novedad porque nunca me gustó hablar por otro. Tu madre te tomó de las manos. La viste llorar y sonreíste, después miraste a tu hermana y le acariciaste el pelo, le acomodaste un mechón detrás de la oreja. Desde el primer escalón de la escalera, no habías llegado a descender el último, por encima de todos, parecías un obispo repartiendo bendiciones.

Te llevaron a la mesa. Como en una procesión eras el santo que todos adoraban. Papá te corrió la silla para que te sentaras y después te sirvió vino y tu mamá y tu hermana te sirvieron pavo y ensalada. Alguien te pidió que contaras anécdotas de tu vida en el extranjero y vos les dabas pequeñas dosis de sucesos banales que en sus oídos crecían como aventuras de un safari exótico. “Los hice reír”, me dijiste más tarde y yo te dije que siempre hacías eso, que ése era tu don. Pasada la cena se sentaron cerca de la chimenea y bebieron coñac. El pequeño Bobby, que había preguntado quién eras, estaba dormido en un extremo del sillón que ocupabas. Papá te ofreció un habano que no aceptaste. Nunca escribiste que en Turquía habías dejado de fumar, lo dijiste ahí, mientras apoyabas la copa vacía sobre la mesa ratona. “Paul me convenció que dejara”.
Un día de la semana siguiente insististe en ir al centro en plena nevada. Habíamos escuchado en la radio la noche anterior “pronosticamos una fuerte nevada para las primeras horas de la mañana”. Te lamentaste por el pronóstico pero me aclaraste que había algo importante que tenías que ir a buscar al correo, que te habían llamado de la oficina de encomiendas y que había un paquete para vos. A la mañana siguiente te vi arreglar las cubiertas de la camioneta mientras yo preparaba café y tostadas como a vos te gustaba. Después del desayuno te fuiste por la calle que se ve desde la ventana que está sobre la pileta de la cocina. Recuerdo el humo blanco de la camioneta, esfumándose, entre los copos lentos de la nieve que caía. Ese mediodía escuché la puerta de calle y tu voz diciéndome “hola”. Estaba en el subsuelo y te pregunté tontamente si habías llegado. “Ya bajo” dijiste y sentí el rechinar de la madera de la escalera en dirección a nuestro cuarto. Esa noche cuando nos acostamos y vi en tu mesa de luz un portarretrato, algo notaste en mí porque dijiste “me lo envió Paul. Es lindo ¿no?” No te contesté.
Los días que siguieron no hablamos mucho, aunque estuviste más afectuoso que de costumbre. Un viernes temprano, cuando desayunábamos, me dijiste que habías decidido ir al lago. Te contesté que no te podía acompañar, que tenía trabajo acumulado. Te di una vianda para el almuerzo y te subiste a la camioneta. Esa tarde escuché en la radio que había habido un accidente en la ruta al lago. “Un desprendimiento de nieve habría causado el desbarrancamiento de una camioneta.” Dieron la descripción: era la tuya.
Un frío día de enero te enterramos cerca de tus abuelos. Dejé pasar el invierno. Recién en la primavera me animé a guardar tus cosas. Lo último que puse en el baúl del desván fue el portarretrato. La misma mañana que terminé de disponer tus enseres en tu cofre, mientras bajaba del desván, oí que llamaban a la puerta. Un hombre del correo me preguntó: “¿Usted es... ?” No terminó de decir mi nombre; le dije que sí. Me dio una carta.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gusta de verdad, Esteban. Regaláme un ejemplar, te lo cambio por el pasaje ¿dónde viste que un librero pague por un libro? El nene es un bombón. Besos de Ale.
La enmascarada solitaria