domingo, enero 22, 2006

Lo que el César dice sobre la vida de un escritor ausente.

a Ch. F

“Es probable que sea su ficción más lograda. ¿La historia de un poeta nacional? Parece increíble que con ese tópico menor, y por qué no algo aburrido, haya escrito un texto inigualable, lleno de erudición, un despliegue polémico del humor como herramienta para abrir los espacios cerrados del pensamiento literario. De todos los males, me refiero a esos que nos afligen a los escritores –nadie podría decir con precisión cuáles son- él eligió el mal menor para detonar una cuidada batería de argucias y procedimientos que aún hoy nos provocan a la hora leer su obra y pensar su posible alcance. ¿Alguien podría pensarlo mejor? Digo, que a partir de una pequeña anécdota, al fin y al cabo para él una anécdota era material suficiente para imaginar un sinfín de posibilidades, sentado frente a su máquina, con su vaso de bourbon –con o sin hielo– al alcance de su mano y de sus labios, todo parecía simple y natural. Comenzaba a escribir una palabra detrás de la otra, sin ataduras, haciendo caso a un dictado elegante e inteligente. Los que saben, saben que él sabía más que los demás. Eso habrá despertado más de una vez la envidia de sus contemporáneos. Sin embargo, hoy, a pesar de todo, se reúnen para homenajearlo. En los actos que celebran en su nombre y a su memoria se dicen cosas triviales pero inevitables: Que murió demasiado joven, que a pesar de su edad parecía mayor, que usaba un bigote que por demodé le daba aires de extraño dandy en un país arrasado por la decadencia, que fumaba de una manera particular, su forma de sostener el cigarrillo parecía la de un oficial alemán en las películas americanas sobre la Segunda Guerra, que miraba de costado como si fuera un embajador, que el arito que pendía de su oreja derecha lo acreditaba en determinados círculos como un gay sórdido y limítrofe, por qué no, que era un erudito, un niño mimado. Todo esto se puede y se debe decir mientras se sirve el vino blanco y los presentes se sienten más vivos por sostener la memoria de un muerto que les da una razón para hacer sociales y en especial para reconocerse, de alguna manera, como los apóstoles de la obra de ese joven viejo que se fue y que entendía la cultura como un campo minado de lugares comunes que había que despejar con la clara conciencia de no saber bien para qué.
Su biografía nos hiere, nos provoca. De todos los detalles imaginables con los que un biógrafo puede reconstruir la historia de un hombre, uno o dos alcanzan para abreviarnos la pesadez de ese miserable género: escribió tres novelas y se educó en un lugar tan arduo como el Colegio Naval. Quizá por eso, por esa rara combinación de escuela militar, laicismo universitario –no olvidemos su tarea docente en la universidad– su aguda mirada de critico y su desenfado a la hora de abordar la ficción, quizá por todo eso, hoy su obra –a él no le hubiera gustado este epíteto– no termina de encajar en ningún casillero y es a cada relectura un incesante instrumento que nos perturba, nos cuestiona. ¿El alcance de un texto se mide en su capacidad para horadar nuestro delicado equilibrio de lectores? Pocos o ninguno, apenas sólo él supo de las variables, de los temas menores, de aquellos que hacen que una escritura se vuelva literatura, se afiance como una tradición, se muera como un poema en un manual para enseñar en la escuela qué es una metáfora. Consciente de todo este cuadro de situación, él entiende su labor revolucionaria. Avizora los tiempos que están por venir y pasa noches sin dormir volcando sobre el papel un curioso poemario sobre los dones de la vieja y mítica Roma donde la loba amamantó a nuestros padres y en el anagrama infame de sus cuatro letras pensó que las palabras no significan nada. Mucho menos, que las horas robadas al sueño y a su salud, le preocupó su suerte de escriba, de testigo; prefirió desgastarse y dejar a la simple vista de todos su legado sobre nuestro futuro. En sus últimos días sobre este mundo: ¿Habrá advertido sobre los nuevos poderes que con sutileza se acomodaban? Es difícil saberlo, pero imaginamos que habrá intuido su futuro reinado.
Finalmente, lo que decanta sobre el lecho de los días es la certeza de que nadie está más lejos que él para ser visto como un pedagogo. Por otra parte, ¿cómo leer su bagaje clásico, su impronta inglesa, sino como una innegable señal de resistencia frente a algo oscuro y poderoso que se acercaba? Acaso sin saberlo, él estuviera entreviendo mi llegada.”