Elegías romanas (versión caradura de una obra de Goethe)
Elegías romanas porque todas las negras camboyanas nacidas en campos para refugiados te cansaban con su aliento a cebollas hervidas. De las hijas de cónsules perversos que suelen concurrir a las reuniones de la embajada, hubieras escogido a las altas y rubias, pero a la hora de decidir volvías a tu vieja preferencia, las chicas de la Piazza Spagna. De las torpes indonésicas budistas, con sus vientres cansados y febriles o las bucólicas geishas que atentas sirven el té en salones de papel de arroz, considerabas superiores a tus romanas. Cuando una teutona te hablaba de filosofía o una francesa te hacía sentir su perfume; cuando una española te bailaba una jota o una gitana te leía las manos; cuando una carioca te susurraba al oído o una inglesa de sonreía tristemente, te quedabas mudo y con la mirada perdida te decidías como siempre por tus muchachas. A todas las bañistas húngaras considerabas elementales y, parejamente, a las nórdicas tildabas de superficiales; con cada una de las esposas de un sultán soñaste dormir o comer uvas, pero a la vuelta de esos divagues sabías que en Roma estaba tu destino. Volvías a elegir romanas cuando una portuguesa te recitaba poemas o cuando una traductora rusa te prestaba ayuda en el aeropuerto de Moscú. Por otros lugares paseaste tus inquietudes: te hartaste de las americanas de Bostón, te aburrió la tonada de las panameñas y te resultó poco estimulante la actitud de las paraguayas. Las porteñas te cayeron demasiado cursis y las australianas, por demás ingenuas. Al final del trajín, tu elección caía por su propio peso. Te sentabas a la mesa de un bar de la strada Rivoli y pedías un expresso mientras veías a tus chicas cruzar la calle, comprar flores o encender cigarrillos.
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