Shhh!
Leímos El Silencio, de Luis Gruss.
De manera inversa a lo que una mente estrecha como la mía podría pensar, un elogio no es sinónimo de recomendación. Es por eso que El silencio, el reciente libro de Luis Gruss, publicado por Capital Intelectual, no es una invitación, al menos en su forma narrativa, al recato ni a la vida monacal.
Todo lo contrario, lejos de las formas que hacen del vacío su todo o que se presentan desnudas como un patio zen, El silencio, es un libro frondoso, un libro citadino y céntrico. Un libro donde la idea de silencio no pasa por invocar la ausencia de ruido sino por definir al silencio como aquello que no se escucha en medio del bullicio.
Un texto diseñado para aquellos que quieren recoger pequeñas flores en plena selva. Es, sin dudas, un artefacto para psicoanalistas o detectives, un libro para aquellos que entre tantos rostros iguales pueden descubrir uno peculiar.
Pero retomando, a pesar de llamarse El silencio, sus páginas son recorridas por infinidad de voces, citas, reflexiones, es, paradójicamente, un silencio coral.
Sus tiempos parecen los de la tertulia, otra imagen contrastante al silencio. Los nombres propios que abonan cada una de las posturas que se esgrimen a cada momento provienen desde distintos tiempos y distintas geografías. Diversas culturas en una charla atemporal invocadas para hablar de lo que hay que callar o de lo que significa callar.
Este cuadro sin tiempo, este óleo metafísico, lo vuelve un pastiche rockero que tiene o busca la emoción con la lógica de una canción. El silencio es una canción de cuna; se escribió para ser leído con poca luz, en medio de la gente, cuando todos están hablando.
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