(Adelanto de la última novela de Esteban Zabaljauregui)
Mi padre es alemán. Llegó a Argentina con sus padres en el año 36, huyendo del nazismo. Según sé, él y mis abuelos lograron escapar gracias a los buenos oficios del cónsul argentino en Berlín. Ya entrado en mi juventud, me enteré por otros canales distintos a mi padre, que el salvoconducto que les permitió salir de la Alemanía Nazi, habría estado relacionado con “ciertos” favores que el cónsul argentino le habría pedido a mi abuela. Claro que esta versión nunca pasó de ser una suerte de leyenda negra.
Lo cierto es que mis abuelos se ganaban la vida trabajando de bailarines en el Tabarís. Tenían una pareja de baile que se llamaba “Los Jardins”.
Por su parte, mi padre y mi madre, fueron unos jóvenes de los años sesenta: modernos e inexpertos. A mis tres años ellos ya estaban separados. La de ellos, pienso a veces, es la historia de dos jóvenes que se casan para escapar de sus respectivas casas, de sus respectivos padres. Lo que los golpeó, por decirlo de algún modo, fue el nacimiento de mi hija. Eso los transformó en abuelos. Podríamos decir que hay tres edades en la vida: los padres, los niños y los viejos. Éstos últimos son lo mismo.
Muy rápido me corté solo. Elegí una especie de existencia solitaria. Relativamente autista, digamos; o de un autismo razonable, para que no me molestaran, ni con exigencias, ni con proyecciones de sus deseos, y que yo tuviera que cumplirlos. Me di cuenta muy rápido que no debía crear problemas, que la estrategia de vida era pasar invisible, inadvertido, que si lo lograba iba a poder hacer más cosas. En cambio mi hermano mayor, que era el que hacía travesuras, el que rompía alfombras con tijeras y ese tipo de cosas, llamaba la atención y la atención que el atraía me daba a mí como un mayor espacio de libertad. Siempre sentí que la existencia de mi hermano, ese mundo de dos que formábamos, me garantizaba, que si por alguna razón todo en el mundo desaparecía, yo tendría a mi hermano para convivir en medio de la desolación. Un mundo de a dos donde él estaría para ser de una forma u otra mi reflejo, pero también mi diferencia.
Pero esa desolación era quizá anticipatoria. Mis padres se separan siendo yo muy niño. Entonces ese mundo del otro, del espejo, se concretiza, como si de pronto cayera en una isla como un naufrago. Mi padre, con el tiempo se vuelve a casar, él siempre se separa y se vuelve a casar. Tiene una gran capacidad para generar parejas y, seguramente, una idea muy peculiar del amor. Una idea más cerca del consumo del amor, de un amor ultramoderno, de supermercado. Mi madre, por su lado, hace lo mismo. Y cada uno por el suyo, vuelve a tener hijos. Ya mayor, mi padre se vuelve a separar y se vuelve a casar, de ese matrimonio tiene una última hija. El resultado es que todo es un gran lío. Descubrí que tenía hermanos, aun sabiendo que ya los tenía y como eran y son bastantes me gusta la idea de que siempre quede algo, ahí, desconocido, que en algún momento se me va a revelar. Aunque pensándolo de otra manera, todo depende de la eterna juventud de mi padre. Mi padre, como macho cabrío, como perenne reproductor, como inagotable proveedor de bienes. Siempre viril, siempre turgente.
Frente a esta vorágine de la fecundidad y de los lazos familiares mi cuarto era el único lugar parecido a un refugio. El espacio donde poder tomar un respiro y donde el tiempo podía cobrar una dimensión más íntima. Ahí leía, dibujaba. Mi padre me sacaba, rompiendo esa armonía, cuando nos venía a buscar los fines de semana, a mi hermano y a mí. Los fines de semana, como si fuéramos presos. Eran salidas donde jugábamos en la plaza, donde desarrollábamos actividades masculinas, y las cuales, al cabo de un rato de fingida aceptación, abandonaba alegando que estaba fatigado. Por supuesto recibía toda clase de insultos que hoy, entiendo justificados.
Lo cierto es que mis abuelos se ganaban la vida trabajando de bailarines en el Tabarís. Tenían una pareja de baile que se llamaba “Los Jardins”.
Por su parte, mi padre y mi madre, fueron unos jóvenes de los años sesenta: modernos e inexpertos. A mis tres años ellos ya estaban separados. La de ellos, pienso a veces, es la historia de dos jóvenes que se casan para escapar de sus respectivas casas, de sus respectivos padres. Lo que los golpeó, por decirlo de algún modo, fue el nacimiento de mi hija. Eso los transformó en abuelos. Podríamos decir que hay tres edades en la vida: los padres, los niños y los viejos. Éstos últimos son lo mismo.
Muy rápido me corté solo. Elegí una especie de existencia solitaria. Relativamente autista, digamos; o de un autismo razonable, para que no me molestaran, ni con exigencias, ni con proyecciones de sus deseos, y que yo tuviera que cumplirlos. Me di cuenta muy rápido que no debía crear problemas, que la estrategia de vida era pasar invisible, inadvertido, que si lo lograba iba a poder hacer más cosas. En cambio mi hermano mayor, que era el que hacía travesuras, el que rompía alfombras con tijeras y ese tipo de cosas, llamaba la atención y la atención que el atraía me daba a mí como un mayor espacio de libertad. Siempre sentí que la existencia de mi hermano, ese mundo de dos que formábamos, me garantizaba, que si por alguna razón todo en el mundo desaparecía, yo tendría a mi hermano para convivir en medio de la desolación. Un mundo de a dos donde él estaría para ser de una forma u otra mi reflejo, pero también mi diferencia.
Pero esa desolación era quizá anticipatoria. Mis padres se separan siendo yo muy niño. Entonces ese mundo del otro, del espejo, se concretiza, como si de pronto cayera en una isla como un naufrago. Mi padre, con el tiempo se vuelve a casar, él siempre se separa y se vuelve a casar. Tiene una gran capacidad para generar parejas y, seguramente, una idea muy peculiar del amor. Una idea más cerca del consumo del amor, de un amor ultramoderno, de supermercado. Mi madre, por su lado, hace lo mismo. Y cada uno por el suyo, vuelve a tener hijos. Ya mayor, mi padre se vuelve a separar y se vuelve a casar, de ese matrimonio tiene una última hija. El resultado es que todo es un gran lío. Descubrí que tenía hermanos, aun sabiendo que ya los tenía y como eran y son bastantes me gusta la idea de que siempre quede algo, ahí, desconocido, que en algún momento se me va a revelar. Aunque pensándolo de otra manera, todo depende de la eterna juventud de mi padre. Mi padre, como macho cabrío, como perenne reproductor, como inagotable proveedor de bienes. Siempre viril, siempre turgente.
Frente a esta vorágine de la fecundidad y de los lazos familiares mi cuarto era el único lugar parecido a un refugio. El espacio donde poder tomar un respiro y donde el tiempo podía cobrar una dimensión más íntima. Ahí leía, dibujaba. Mi padre me sacaba, rompiendo esa armonía, cuando nos venía a buscar los fines de semana, a mi hermano y a mí. Los fines de semana, como si fuéramos presos. Eran salidas donde jugábamos en la plaza, donde desarrollábamos actividades masculinas, y las cuales, al cabo de un rato de fingida aceptación, abandonaba alegando que estaba fatigado. Por supuesto recibía toda clase de insultos que hoy, entiendo justificados.
1 comentario:
casi mi vida...(aunque se supone debería leerlo en otra "clave", no?)
mi padre también "nos sacaba" los fines de semana a desarrollar actividades masculinas: visita a la fragata sarmiento, a la rural, a algún destacamento militar, a la fragata,..., a la rural. una vez nos llevó a "lecherísima" y otra a "expo juegos" (en la que tuve mi bautismo como paracaidista)! el problema es que el hijo de puta sólo hacía lo que podía...éramos dos nenas! dos nenas que debían disfrutar viendo la rotación de la fragata!
luego intentó tener otro hijo (con otra madre que no era la mía). falló.
por fin lo logró (con una madre que no era la mía ni la del que no fue): otra nena!
hoy adora a mi novio. sospecho que mi padre sólo me llama para tener noticias suyas: el varoncito.
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