Puericultura
Nace un hijo, tu hijo, mi hijo, y todas las preguntas que antes carecían de respuesta, hoy no sólo continúan en el mismo estado, sino que se han multiplicado de manera insospechada, en cantidad y en calidad.
Las preguntas que uno se hacía antes, hoy por hoy, comparadas a las que nos obliga a hacernos el hijo que recién nace, nos parecen mucho más filosóficas, aunque no lo sean y nunca lo hayan sido. Preguntarse si era conveniente cambiar de trabajo o lisa y llanamente tratar de conseguir uno, si era bueno hacer tal o cual curso, si era más apropiado apurar esas materias de la universidad para lograr cuanto antes el título soñado y a partir de allí empezar una nueva vida, etc.; hoy esas preguntan siguen siendo válidas, es más, diría que más válidas que nunca básicamente porque, en rigor, nunca tuvieron una respuesta acabada o satisfactoria.
¿Pero es que entonces todo el problema con nuestro primer hijo redunda en preguntas insatisfechas? En gran medida, diríamos que sí. También se puede decir lo mismo de nuestra vida antes del nacimiento del bebé; sí, es cierto, también se lo puede decir. Lo que pasa es nuestro hijo nos impone urgencias todo el tiempo y eso agrega un problema que antes no teníamos. Ahora necesitamos dar una respuesta acabada al instante. No tenemos tiempo para prórrogas. Todo se transforma en acción y reacción; y en esa lógica cronométrica en la que nos mete nuestro hijo, cada nuevo problema se encadena al anterior de manera urgente y sin mediar demasiado sentido. Si se caga, hay que limpiarlo. Si se orina, hay que cuidar que no se paspe. Si vomita hay que levantarlo enseguida para que no muera asfixiado. Ya vamos a ver que finalmente nunca se mueren asfixiados –al menos, la gran mayoría- pero nosotros creemos que sí, que ese vómito blanco de leche le va a obstruir los pulmones y en segundos, no más, el nene pasará a mejor vida. Cosa de lo más desagradable que hay: hablar de la muerte de un infante. El mero hecho de pensar en un ataud diminuto es escalofriante, por no decir de pésimo gusto. Finalmente, es de esos temas que el buen sentido común de nuestra sociedad burguesa, prefiere ocultar. Lo bien que hace.
Pero, retomando, unos de los ejes que se debe tener en cuenta cuando se es padre, al menos padre primerizo, es el tema de las preguntas insatisfechas. Las preguntas insatisfechas no son preguntas histéricas. No, se trata de preguntas que no tiene una respuesta positiva, queremos decir, algo parecido a la tranquilidad matemática de dos más dos es cuatro. En la paternidad primeriza todas las respuestas que los padres buscan encontrar a sus más que lógicas inquietudes, siempre se vanaglorian de una gran cuota de relativismo. Y esto, hay que decirlo, empieza desgraciadamente con los médicos, obstétras primero, pediatras después. ¿Pero es que alguien puede creer que la pediatría cubre la vida del niño desde que nace hasta casi el fin de la adolescencia? Es sin duda, una de las ramas de la medicina que más público cautivo tiene. Basta con ser un pediatra más o menos agradable y comprensivo con los padres, para tener el futuro asegurado.
Pero es que todo se vuelve un problema para los padres primerizos. Diríamos que el primer mes es una gran incógnita que comienza en la sala de parto cuando te entregan a tu hijo envuelto como un paquete –sólo se le ve el rostro-, pasando por las dos noches que te dejan quedarte en el hospital –un tiempo de gracia como para que no te desesperes y en el cual no hacés otra cosa que estar contento por tu hijo y preguntarte por qué se te ocurrió tener un crío- incluyendo el angustiante momento en que nos dan el alta y hay que llevarse el niño a casa, pero especialmente, todos y cada uno de los días que conforman ese primer mes, mayoritariamente espantoso, sino fuera por algunas monerías propias de los bebes que logran conjurar esos momentos de crisis donde lo depositarías en el suelo como si se tratara de una pelota de rugby para luego propinarle una temible patada que lo saque raudamente de tu vida, a través de la ventana. ¡Pero no! Todo eso se disuelve instantáneamente con una sonrisita o un flato cómplice que alivia al desesperado niño. La cuestión comienza a partir del día en que llevamos al niño a su nueva casa. Hasta ese día, la casa, -si es que las casas como en las novelas de fantasmas tienen registro de algo- era un espacio donde la joven pareja tenía resueltos todos sus temas burgueses. Si la pareja era afecta a la lectura y a la música, tendría esos lugares llenos libros y discos donde sentirse a gusto. A decir verdad, la metamorfosis de nuestro templo burgués empieza un poco antes del ingreso material de nuestro niño. Los cambios en nuestra casa empiezan un poco antes, pero claro está, en ese momento no podemos avizorar lo que realmente va a ocurrir. Comienzan con el ingreso de una serie de objetos que poco a poco van poblando algunos espacios que –como toda buena pareja burguesa, había reservado para su prole- como imaginará cualquiera, aparecen la cunita, el cambiador para el niño, el cochecito, el bañador, etc., etc. Muchos de estos objetos son regalos de familiares que sienten –por tradición u obligación social- que deben dejar una impronta, poner primeros que otros su banderita. De modo que suelen aparecer preguntas clásicas como “¿qué van a necesitar para el nene?” “¿Qué te falta?” “¿Tenés ropita? Mirá que usan mucha porque hay que cambiarlo todo el tiempo.” Como estas frases hay muchas más. Ninguna es original, si es que la originalidad tiene algún valor, en algún orden de la vida. Además de este moviliario naif, aparecen objetos que se vuelven tan necesarios como el aire: los pañales, el sagrado óleo calcáreo, el algodón, son elementos que no pueden faltar para poder llevar la vida adelante. También recomendamos alguna crema medicinal contra lesiones producidas por las deposiciones del niño. Volviendo a la casa, la escenografía comienza a alterarse y de pronto una habitación se va pareciendo a una mezcla de juguetería con jardín de infantes. Uno recuerda imágenes de la propia infancia, y se dice que debe ser comprensivo. Sin embargo, cuando además de primerizo, uno es un padre maduro que tuvo a su primer hijo cerca de los cuarenta, todo el mundo de la infancia nos parece absurdo, molesto, cuando no estúpido. A priori, antes de tener a tu propio hijo en los brazos, juramos nunca transformarnos en esa clase de personas que le hablan a los bebés con vos de estúpidos, profiriendo algunos sonidos sin sentido, tales como: dududu dadada. Lo que puede quedar bien para una canción pop, no deja de parecernos imbécil cuando lo observamos en una persona grande con un niño en los brazos. Pero, como ya dijimos, esa estupidez tiene una razón de ser que va más allá del sentido de sus proposiciones que como ya señalamos carece de sentido alguno. De pronto, llega la madrugada en la que uno se encuentra desesperado por los gemidos, gruñidos, alaridos, llanto descontrolado de su hijo. Preocupado por qué dirán los vecinos, que seguramente estarán molestos por los ruidos que produce un niño en medio de la noche –tenemos conciencia social-, angustiado porque no encontramos el modo de apaciguar los reclamos del menor, socavados al ver que nuestros recursos para con él no son los que tiene una experta en puericultura, de pronto metemos manos a nuestros recuerdos sociales y comenzamos a entonar esas melodías absurdas que alguna vez escuchamos y despreciamos –con todo derecho, claro, no eran Mozart- pero que ahora estaban brotando de nuestra garganta dormida, en medio de la oscuridad, para sacarnos del apuro y ver si podíamos, cuando menos, controlar la situación. He aquí otro gran tema para nuestra historia. Si el primer tema eran las preguntas insatisfechas, nuestro segundo problema pasa por cómo recuperar el control perdido. En especial, si lo perdimos en manos de un niño que no llega a los tres kilos y medios y no supera los cincuenta centímetros de largo. Esto, amigos, es toda una reflexión sobre el campo de lo social. Sí, la vida, si es que la podemos llamar así, del padre primerizo empieza a replegarse y podríamos decir que lo hace desde distintos flancos. La perdida del control como tema a resolver se transforma en un objetivo central de nuestra nueva cotidianeidad. En los momentos de tregua en los que el niño duerme, a veces por su propio cansancio, a veces por estar satisfecho con su ingesta de leche, a veces –muchas- sin que sepamos porqué, mantenemos con nuestra compañera reuniones clandestinas en la cocina o cualquier otro lugar estratégico de la casa donde podamos pergeñar nuevas acciones contra el niño que apunten a que podamos recuperar la hegemonía perdida, eso sí, sin despertar su furia, y sobre todo, donde podamos oír cualquier ruido extraño que provenga de él y que pueda ser señal de que algo malo le pueda estar sucediendo. Toda la escena es paradójica y resume un poco eso que se puede definir como el amor de los padres: el niño es el enemigo, pero nosotros estamos para cuidarlo. En esas reuniones, definimos nuevos planes de acción, basados –es duro confesarlo- en el ensayo y el error. Nos decimos que las cosas no pueden seguir así, aunque hayan pasado nada más que diez días desde que nació, y nos angustiemos que por lo menos nos quedan por delante algo así como siete u ocho años para que ese bebé se transforme en alguien que medianamente esté dentro de la cultura. Es decir, alguien con quien interactuar pudiendo esperar algo a cambio después de un diálogo racional.
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