jueves, abril 30, 2009

Porcino quedaban dudas
De movida podemos decir que lo único bueno que trae aparejado la gripe de los cerdos, que es mortal hasta el momento, es la posibilidad de no seguir escuchando el rock mariachi de Julieta Benegas. Quién nos dice, el Señor, la lleve a su lado y nosotros podamos volver a tener un poco de paz auditiva. Claro que surgirán "nuevos talentos", el mal no descansa.


Ahora bien, volviendo al drama porcino la cosa parece que viene pesada. No bastaba con la crisis del capitalismo, sino que los sucios animalitos se están vengando de tantos años de crímenes traducidos en fetas de jamón.

Otro problema será de orden lingüístico: ¿Qué haremos con frases tales como "chancho limpio nunca engorda" o "difícil que el chancho vuele"?, entre otras.

Amigos, el mundo hace ruido. Es imposible estar a salvo. ¿Debemos comprar acciones en fábricas productoras de barbijos? ¿Es este otro mal producido en un laboratorio? ¡¿Alguien hizo el amor con un cerdo?! Las prácticas amatorias y sexuales se verán afectadas: cuidado con los besos y de ahí para arriba. Dicen que hasta los mariachis tienen miedo de prestarse las trompetas por las dudas: nadie sabe quién posee el bicho en su flujo sanguineo.

En los aviones, todo el mundo mira asustado al que tiene al lado y si alguien llega a toser lo mejor es ponerse un pañuelo en la boca y rezar para que no pase nada. Se está pensando en aislar a México. Esto no sería tan grave ¿qué puede perder el mundo? Ni Luis Miguel ni el machismo mexicano valen demasiado y hasta los boleros nos aburrieron a todos.

Pero parece que ya es demasiado tarde y la leche se derramó. Hoy dicen que ya hay casos en países europeos. En España, ya detectaron más de una docena de casos. Zapatero, ve el lado positivo y cree que esto bajará un poco el índice de desempleo producido por la crisis. Como vemos no siempre todas son malas. En nuestro país, las cosas son distintas. Imagínense si además de la crisis de 2001, los años de Alfonsín y su hiperinflación, la flexibilización laboral del menemato, la coyuntura electoral de este año, si encima de todo eso sumamos el problema de los cerdos ¿alguien avizora el escenario que viene?

Los argentinos tenemos la virtud de cagarnos la vida sin grandes malarias, como si las creáramos por antelación, de manera de estar cubiertos y que una especie de justicia divina dijera "son tan garcas, estos argentinos, que no necesitamos mandarles ninguna peste. Ellos solitos se cagan la vida". Y sí, es así. Este país es un chiquero.

miércoles, abril 22, 2009

Oración: Save a prayer

si por una de esas reputísimas vueltas de la vida nos pasamos la existencia perdiendo el tiempo en cosas y gentes que no valen una mierda, so, por qué no apagamos las luces, mejor, y escuchamos una versión de My sweet Lord y nos dejamos de hablar boludeces.

Amén

sábado, abril 18, 2009

La arquitectura del monstruo


Allá lejos y hace tiempo, Borges y Bioy dieron forma al otro peronista en su Fiesta del monstruo. Esa idea de monstruosidad, vuelve a aparecer en la socialdemócrata Betty, en relación con las construcciones precarias de las villas que crecen minuto a minuto en Buenos Aires. Invitamos a la lectura del siguiente reportaje, aparecido en Página 12, a propósito del reciente libro de Beatriz Sarlo: "La ciudad vista".
Aclaramos en clave a algunos pasajes del texto: Nadie puede decir que no se vio venir esto que ahora está explotando por todos lados. ¿O hay quien puede?


Nota de Página 12

Radiografía de Buenos Aires

En su nuevo libro, La ciudad vista, Beatriz Sarlo presenta su propia versión de la ciudad de Buenos Aires, contruida a lo largo de muchas caminatas y con una mirada atenta, nostálgica y crítica sobre los cambios que se han producido en las últimas décadas. Llaman su atención los personajes, los ambientes y las costumbres que genera el nuevo espacio, desde la circulación de las mercancías en los shoppings y en la venta ambulante a las intervenciones y representaciones artísticas y publicitarias. Emergen con rasgos monstruosos, desde su punto de vista, la “ciudad de los pobres” y la ciudad de los migrantes, una Buenos Aires ya no dividida en norte y sur, sino fracturada en capas más compejas y cuya mayor condena es que se modifica y multiplica sin objetivo racional ni planificación.


Por Veronica Gago

La ciudad está en el centro del debate político: por su inseguridad, por velorios masivos que la toman de sorpresa, por sus reglamentaciones (anheladas o existentes), por sus enormes y novedosas ferias informales o por sus catástrofes cotidianas. En ella transitan miedos de toda clase (y de todas las clases) y es escenario de conflictos en los que, una y otra vez, se dirime si es posible aún el uso público de los bienes colectivos. Es, y pareciera serlo hoy más que nunca, campo de batalla, con sus guetos, sus fortificaciones, sus zonas de privilegio. Cada vez más estratificada y segmentada y ya no simplemente dividida entre norte y sur: cada barrio, cada cuadra, replica una grilla ínfima de prevenciones, resguardos y seguridades. Se la transita con mapas perceptivos que se adhieren a las fobias y a las alertas mínimas del cuerpo, alimentadas diariamente por el fervor de los noticieros. De la ocupación callejera que impuso la crisis en el 2001 a la ciudad en la que cada quien se preocupa porque su experiencia urbana aparezca reflejada en un mapa virtual de la inseguridad –uno de los dispositivos de propaganda más exitosos de la campaña política en marcha–, ha emergido una nueva ciudad.

Justamente Beatriz Sarlo se ocupa de ella: acaba de publicar La ciudad vista (Siglo XXI). En sus páginas, Buenos Aires es recorrida, fotografiada, descripta, pensada y, sobre todo, mirada. Sarlo lo hace, como no podía ser de otro modo, desde su punto de vista. Que implica un contrapunto –más o menos visible– ya no con la ciudad del 2001, sino con la de los años 60-70. Así, La ciudad vista, aun cuando analiza las transformaciones de los últimos años, parece ser un diálogo con la ciudad vista por ella misma a lo largo de varias décadas. Aclara Sarlo que buena parte del material de su libro proviene de las derivas urbanas que hizo para escribir su columna dominical en la revista Viva. Sin embargo, esas crónicas fueron la excusa para poner a funcionar una máquina interpretativa más poderosa que va del análisis de la circulación de las mercancías en la ciudad (de los shoppings a los vendedores ambulantes) a las intervenciones y representaciones artísticas y publicitarias (fotografía, pintura y guías de turismo), haciendo eje sobre todo en la “ciudad de los pobres” y la ciudad de los migrantes (de Liniers al Bajo Flores, de Villa Riachuelo a Soldati).

¿Cómo está construida la mirada de La ciudad vista?
–Te diría que hay dos comienzos teóricos para pensar La ciudad vista. Uno es Clifford Geertz: es decir, la idea de tomar un acontecimiento –como él puede tomar el entierro de un príncipe o una pelea de gallos–, mirarlo de manera intensa y luego hacer una descripción profunda. Sin embargo, lo que a mí me impacta de Geertz es sobre todo la intensidad de la mirada: ¿de qué manera esa mirada va atravesando diversas capas y superficies de lo real? La que yo llamo la ciudad vista es aquella que se presenta ante una mirada de determinada intensidad. Quedarse largo rato, quizás días enteros, frente al mismo lugar tratando de que algo, un núcleo, que está más allá de los movimientos y de la primera impresión, pueda rendirse ante la mirada. Esta mirada en profundidad es el primer impulso, no porque piense que hay una verdad a la cual se llega, sino porque pienso que se atraviesan diversas capas de eso que se muestra a la mirada. El otro punto de partida es muy tradicional en mí y a esta altura puedo darme cuenta de quiénes fueron los que me marcaron más fuerte: fue Roland Barthes, sin dudas. Su forma de leer los textos de literatura y los acontecimientos –como puede ser el catch o una escena de cine o un monumento como la Torre Eiffel–. Es decir: mirar la ciudad o mirar el acontecimiento que se produce en la ciudad con el detalle con el cual uno miraría una frase de literatura. Cuando digo leer la ciudad, lo digo en un sentido no metafórico, sino recto: la leo buscando el máximo de detalle y de profundidad tal como leería un texto complicado de literatura. De hecho, en este libro, las escenas de ciudad y los fragmentos literarios con los cuales trabajo están tratados del mismo modo, con la misma mirada, esa mirada obsesionada por el detalle. La idea es que en el detalle puede emerger algo de la verdad del acontecimiento. Digo “puede” emerger, lo cual no significa que necesariamente lo haga o que yo lo haya captado. Pero si existe alguna posibilidad de captar el acontecimiento, es en el detalle.

Dijiste hace poco que cuando escribiste tu libro Modernidad periférica en los años ‘80 estabas optimista. ¿Con qué estado anímico-político escribiste La ciudad vista?
–Creo que con el que sentimos todos los que nos ubicamos en la franja del progresismo argentino. Recorrer Buenos Aires, si uno sale de Palermo, Belgrano y Caballito, es encontrarse con una ciudad que no hubiese podido ser predecible hace cuarenta años; y hace cuarenta años yo ya conocía bien Buenos Aires. O sea que estaba recorriendo una ciudad que era la mía y que se había transformado de una manera probablemente irreversible para las próximas décadas. Lo que veía no era la ciudad que siempre hemos interpretado como dividida entre un norte y un sur, que han sido las hipótesis correctas anteriormente, sino un sur de la ciudad que parece haberse hundido, en el cual parece haber sucedido una catástrofe atómica. Cuando uno llega a Villa Riachuelo, a ciertas zonas de Soldati, o a la villa 1.11.14, uno tiene la impresión de que está frente a arquitecturas monstruosas que son fruto de una catástrofe. Provienen más de un film de ciencia ficción que de aquello según lo cual una ciudad se construye. Las arquitecturas que quedan enfrentando el barrio Charrúa, después del Polideportivo de San Lorenzo, son realmente arquitecturas de pesadilla. Y las llamo arquitecturas porque no hay otra forma de llamarlas: son autoconstrucciones que representan una tipología monstruosa, en la cual es muy difícil que se implante una buena sociedad.

En la villa 1.11.14 hay mucha arquitectura que también puede verse en una ciudad como El Alto, en Bolivia: desde el color hasta la forma y los materiales. ¿Por qué llamarla arquitectura monstruosa y no pensar, en cambio, que se arrastraron a Buenos Aires arquitecturas latinoamericanas, en este caso, provenientes de El Alto?
–La 1.11.14 no era predecible en Buenos Aires hace cuarenta años. Entonces, es la irrupción de algo que no pudimos ver que iba a irrumpir. De ahí esa sensación de pesadilla. Cuando yo era militante en villas, cuando conocía la villa, la villa era mucho más parecida a lo que es hoy un barrio obrero. En cualquiera de las villas grandes, incluso las de pasillo, la perspectiva de salida estaba presente en quienes vivían allí. E incluso existía la perspectiva de mejoramiento dentro de la villa; eso que hoy se llama urbanización y que no se va a poder lograr nunca. Entonces, lo que ha sucedido, a diferencia de otras ciudades latinoamericanas, es que esta irrupción no se previó hace cuarenta años. Entonces se pensaba que la villa era un problema de pobreza que podía solucionarse mientras que hoy se ha convertido en una erupción que no puede ser contenida.

¿Contenida políticamente?
–Si me preguntás desde un punto de vista político, te diría que el problema de la villa es el problema nacional. Ahí están condensados todos los problemas del federalismo argentino, de las migraciones internas, de la educación, de la salud y de la seguridad. Insisto: es el problema nacional. Yo no hubiera contestado esto hace cuarenta años. Hace cuarenta años uno tenía la visión, quizás equivocada o romántica, que en la villa había una resistencia capaz de ser transformada en una resistencia política. Hoy eso no puede ser pensado.

¿Por qué no?
–Porque de ahí se han ausentado todas las instituciones de organización. En la villa hoy ya no están ni el partido político ni la sociedad de fomento. Funcionan en todo caso en las periferias, con militantes totalmente sacrificados, pero que no pueden penetrar en la densidad de ese corazón que, además, se alimenta día a día con nuevas llegadas. Entonces, las instituciones que eran la trama organizativa de la villa –no había partido político que no tuviera alguno de sus locales en la villa–, se han ausentado o desplazado hacia su periferia, hacia los lugares donde los que no somos de la villa podemos entrar y podemos entrar unos pocos metros. Esto por supuesto no sucede en algunos barrios muy pobres, como el barrio Charrúa; esa es la enorme diferencia: ahí hay instituciones, hay una escuela y una iglesia en el medio del barrio, ahí las familias siguen funcionando de manera más o menos organizada y todo eso le da otra densidad. Pero en las verdaderamente grandes, como la 31 y la 1.11.14, esas instituciones no tienen capacidad de gestionar la miseria que está adentro. De ahí que tome ese carácter inesperado y monstruoso, de ahí que tome ese carácter de excrecencia.

Las villas 31 y 1.11.14 vienen siendo los focos de atención de las campañas políticas de la ciudad por dos cuestiones básicamente: se las señaliza y estigmatiza como lugares donde se origina y condensa la inseguridad y se las relega como espacios que exigen discutir la posesión de la tierra y la reforma urbana. En el libro decís que de los suburbios se ha retirado justamente la posibilidad de reforma. ¿Te parece que se trata de un término falso cuando se habla de urbanización de esos territorios?
–La urbanización de esos territorios probablemente sea la salida, lo que pasa es que eso significaría un acuerdo entre Nación y Ciudad al que no veo ninguna posibilidad de que se establezca. No sé cuál es la voluntad de Macri de resolver problemas en la villa 31 pero convengamos que esa villa no cae bajo su jurisdicción. Por eso digo que las villas miseria, las que rodean Buenos Aires y las del Gran Rosario así como las del Gran Mendoza, son problemas nacionales porque allí viven argentinos de todas las provincias, además de los migrantes que son también un problema de la Argentina, en el sentido que la Argentina, por su Constitución, está obligada a integrarlos y a garantizarles todos los derechos. No hay caudillo o gobernador de Santiago del Estero, por ejemplo, que pueda decir que este problema no le concierne en la coparticipación federal.

Los migrantes ocupan buena parte de La ciudad vista. Decís que, junto con la pobreza, son lo más fuerte del presente de la ciudad. ¿Cuál es la diferencia mayor con las migraciones de otras épocas?
–Las primeras oleadas migratorias estaban incluidas en un diseño de política nacional. Aun cuando los agentes argentinos en Europa prometieran a los inmigrantes futuros cosas que el Estado no les iba a brindar –como tierras o posibilidades de trabajo en el campo– y aun, también, con la xenofobia que pudiesen producir, la llegada de los migrantes eran parte del diseño del país, del diseño alberdiano: “Necesitamos mano de obra para un país que no la tiene y cuanto más calificada mejor”. Las nuevas migraciones, la de los países limítrofes, no entran en ningún diseño de política nacional. Simplemente los gobiernos las consideran inevitables. A veces toman medidas reaccionarias para limitarlas o expulsarlas en algunos momentos y en otros las dejan estar. Pero es claro que no forman parte de ningún proyecto de inclusión. La escuela no está cerrada para ellos pero tampoco está demasiado abierta; no hay una escuela que piense que tenga que incluir a los hijos de los migrantes porque se van a convertir en ciudadanos. Tampoco hay un sistema de salud que los incluya. Ninguno de los sistemas globales lo hace. Ni siquiera el sistema militar que antes incluía a los hijos de migrantes. Uno está en contra del servicio militar pero era parte de esos sistemas globales que ponían en un mismo plano a las poblaciones de origen local, criollo, con los hijos de quienes llegaban en las oleadas migratorias. Hoy simplemente las oleadas migratorias suceden, entran, salen, se quedan, se ganan la vida como pueden, y algunas comunidades se establecen de manera muy firme como es el caso de la boliviana en una punta o la coreana en la otra. Pero no hay ningún diseño de Estado que esté pensando este problema. Esta es la gran diferencia.

¿Cuáles son las reacciones de las clases medias urbanas frente a la migración?
–Las capas medias pueden ver eso como pintoresco, en tanto no les toquen sus barrios. De ese modo pueden ir alegremente a comprar los productos que se venden en el barrio chino y en cualquier momento se puede poner de moda la cocina boliviana como se puso de moda la cocina peruana: estamos en un momento de erupción de lo étnico. Estos son los reflejos de las capas medias. En cuanto estos migrantes se vuelven molestos en la circulación en los barrios donde no hay migrantes, las capas medias reaccionan de manera negativa. Están como programadas culturalmente para hacerlo. Entonces, los migrantes quedan como lo absolutamente otro. Incluso siendo minoría: son muchísimos menos que los que llegaron entre 1880 y 1914. Sin embargo, quedan como encapsulados dentro de sus barrios. Y encapsulados dentro de sus etnias. Es como el negativo, aunque sea ideológicamente, de lo que fue el proyecto de integración migratoria del ‘80; aunque uno pudiera decir que aquello fue sólo una ideología, las ideologías, aun como declaraciones, producen efectos. Entonces, la ciudad está cada vez más dividida en cotos locales. Ya no es como hace un tiempo la división norte-sur, sino divisiones barriales muy precisas donde emergen, por otro lado, barrios culturales. Uno podría poner en una punta a Palermo como barrio cultural y en la otra al barrio Charrúa, como absolutamente migratorio aunque sea altísima la proporción de argentinos que vive allí, toda gente que habla a lo porteño, pero que sigue estando rodeado de esa coraza que rodea a lo migratorio. Esto no exime que se pueda poner de moda.

Decís que en la ciudad de la transición democrática se vive con más miedo que en aquella gobernada por un Estado terrorista. ¿Se trata de tipos de miedos diferentes?
–Los que tenían miedo bajo la dictadura eran, éramos, una minoría: aquellos que eran o conocían o eran familiares de militantes políticos que podían desaparecer o ser asesinados. Hoy, en esta especie de olvido de que había separaciones fuertes durante la dictadura en la sociedad argentina, hay que saber que ese miedo pertenecía a una minoría. Yo recuerdo mi sorpresa cuando alguien que no pertenecía a ningún entorno político en 1978 me dijo “en este país están matando gente”. Y después me di cuenta que esa persona vivía en la ciudad donde el obispo De Nevares tenía una parroquia: es decir, era una minoría que si le tocaba una misa de De Nevares podía enterarse. El resto de la sociedad funcionaba con la seguridad que imponen las dictaduras militares: se circulaba hasta una determinada hora de la noche, se sabía que los chicos tenían que llevar documentos, que en los colegios había que llevar el pelo de cierta manera, etc. Por tanto, la vida cotidiana tenía una reglamentación que introducía una seguridad en los sectores que hoy sienten inseguridad. La democracia, afortunadamente, termina con esa sociedad reglamentada. Por otro parte, contemporáneo a la democracia, se produce el proceso de latinoamericanización de las grandes ciudades argentinas. Esto comienza en los tardíos ‘80, se expande cuando nadie quería verlo en los ‘90 y eclosiona en el 2001, cuando se hace particularmente visible porque aquellos que todavía no habían caído sienten que pueden caer, y recién ahí empiezan a ver que otros ya habían caído. Es entonces cuando las ciudades se tornan inseguras porque por un lado tenemos una sociedad de la miseria que está totalmente disgregada, y para verlo hay que leer el libro de Cristian Alarcón –ése sí es un libro de etnografía–, donde las organizaciones tradicionales como la familia ya no pueden implantar un cierto orden y por otro hay capas medias que se sienten asaltadas por esa sensación, real por otra parte, de que la violencia urbana ha aumentado. No se trata de discutir si en el 2009 hay más delito que en 1960: hay más delito en Buenos Aires y en todas las ciudades del mundo. Lo que sucede es que nadie quiere hacer sociología criminalística en la ciudad donde vive, mucho menos los medios de comunicación que viven de tirar carroña a la pantalla todas las noches. Lo que ha sucedido es que se han soltado los hilos del tejido social: la mayoría lucha desesperadamente por anudarse, si no fuera la mayoría viviríamos en la Franja de Gaza, con misiles de una villa a otra. Las minorías más pobres, sin embargo, quedan sueltas.

¿Se podría decir que tu hipótesis es que el consumo es lo único que hoy genera comunidad?
–No diría tanto. Esa sería una hipótesis de los optimistas y yo no tengo nada de optimista. Hablo de los optimistas que dicen que las barras bravas o la televisión generan comunidad. Yo no pienso así. Lo que traté de decir es que hay dos formas de consumo que hoy definen la relación con el mercado: el shopping por un lado y los vendedores ambulantes por otro. Son las dos formas más visibles y definidas de la circulación actual de mercancías en la ciudad. No sé ni me pronunciaría sobre su capacidad de producir comunidad. Quizás entre los ambulantes se generen pequeñas formas de autodefensa y de organización, pero muy débiles e instantáneas. Los shoppings los defino como escenarios donde todo sucede.

Lo preguntaba porque decís que el consumo ofrece a todos por igual posibilidades de ensoñación...
–Eso sí, pero no toda posibilidad de ensoñación genera comunidad. El shopping como escenario en el que capas medias y medias bajas circulan por igual un sábado a la tarde, y cada uno sale de allí con lo que le tocó, genera ensoñación pero no comunidad: cada uno vuelve a su nicho. Yo no me expido sobre la preocupación de generar comunidad. Mi preocupación es más moderna: cómo se consolida sociedad, es decir, igualdad de derechos, de accesos.

Esa idea de sociedad supone la creación de ciudadanía en términos también modernos. Sin embargo, de la lectura del libro, esa aspiración queda demostrada casi como un imposible...
–Sí, generar ciudadanía es generar sociedad. Para volver al principio: en Modernidad periférica tenía la idea de que la modernidad triunfante de los ‘20 podía venir y este libro, en cambio, no tiene idea de ningún regreso. La Argentina no tiene regreso. No va a volver a lo que fue. No hay ninguna restauración. El cambio ha sido tan brutal que no queda ningún fundamento sobre el cual restaurar. Hay que pensar todo de nuevo de aquí para adelante.


El velorio de Alfonsín
¿Qué detalles, para retomar tu método, captaste en estos días de velorio callejero?
–En primer lugar, el principio de auto-organización muy fuerte de la gente. En segundo lugar, la cuestión silenciosa, no futbolera, no rockera, pero sí de aguante. Un aguante silencioso, que decía “son cuatro o seis horas de cola, las hago, me quedo”. Y veías escenas de gente en silla de ruedas, o un hombre con una cámara de foto que le relataba permanentemente lo que pasaba a una mujer ciega. Era un aguante de acompañar al muerto porque por la televisión ya se sabía que pasar por la capilla ardiente era apenas unos segundos, pero la gente se quedaba más allá de ese momento. Otra cosa, que se dijo mucho pero fue muy impresionante, fue la cantidad de jóvenes. Pregunté a muchos por qué habían ido y en varios casos decían por familiares y en muchos otros, sorprendentemente, por la escuela; hay algo de la escuela que todavía funciona. En la procesión hacia el entierro hubo algo muy curioso y es cómo iban cambiando los sectores sociales que se agregaban a la procesión. Del Congreso salieron los militantes radicales y gente de clase media y algunos de clase media baja y después había un ascenso de las capas medias hasta llegar a Recoleta. Visualmente era absolutamente preciso: una procesión fúnebre con su correspondiente estratificación social y urbana. Por último, la otra cosa llamativa, que también viene de los fenómenos de masa colectivos, fue la espontánea y sucesiva producción de olas de aplausos y de gritos de ¡Alfonsín!; se iniciaban en algún lugar de la cola y se iban comunicando con la misma tecnología que en las canchas o en los recitales.

¿Qué tipo de figura política se velaba?
–Fue el velorio de un político que llegó a viejo y que supo construir una figura de padre, siendo que siguió siendo un político de manejo y de partido. Un político que, en la experiencia de la gente, no se volvió despreciable.

Hubo algunos análisis políticos que a partir del conflicto del campo el año pasado compararon el kirchnerismo con el alfonsinismo por algunos elementos comunes: el enfrentamiento con ciertos poderes de facto y el llamamiento a la movilización. ¿Estás de acuerdo con esta analogía?
–No, porque Alfonsín era un político con una enorme vocación de diálogo. Era alguien que se podía subir a un púlpito y contestarle a un cura e incluso tener intervenciones desdichadas como aquella de “a vos no te fue mal gordito”, etc., pero que creía en el diálogo político. Su pacto con Menem, además de ser un ejercicio de la ética de la responsabilidad con un mal diagnóstico político –lo cual es típico de la ética de la responsabilidad: pensar que si no hacía el pacto iba a pasar algo terrible–, es también un mecanismo del diálogo político. Te diría que Alfonsín estaba temperamentalmente volcado al diálogo político y los Kirchner están temperamentalmente ajenos al diálogo político, no creo que hayan discutido con políticos de otro partido en su vida. No tienen nada que ver. Alfonsín vivió en el diálogo: fue parlamentario, después estuvo en Asamblea Permanente, después en la Alianza. Respecto del conflicto del campo, Alfonsín hubiese pegado, como hizo con la Sociedad Rural en su momento, y hubiese negociado. Era el típico político de dos manos: pegar y negociar, pegar y negociar.

lunes, abril 13, 2009

Puericultura


Nace un hijo, tu hijo, mi hijo, y todas las preguntas que antes carecían de respuesta, hoy no sólo continúan en el mismo estado, sino que se han multiplicado de manera insospechada, en cantidad y en calidad.

Las preguntas que uno se hacía antes, hoy por hoy, comparadas a las que nos obliga a hacernos el hijo que recién nace, nos parecen mucho más filosóficas, aunque no lo sean y nunca lo hayan sido. Preguntarse si era conveniente cambiar de trabajo o lisa y llanamente tratar de conseguir uno, si era bueno hacer tal o cual curso, si era más apropiado apurar esas materias de la universidad para lograr cuanto antes el título soñado y a partir de allí empezar una nueva vida, etc.; hoy esas preguntan siguen siendo válidas, es más, diría que más válidas que nunca básicamente porque, en rigor, nunca tuvieron una respuesta acabada o satisfactoria.

¿Pero es que entonces todo el problema con nuestro primer hijo redunda en preguntas insatisfechas? En gran medida, diríamos que sí. También se puede decir lo mismo de nuestra vida antes del nacimiento del bebé; sí, es cierto, también se lo puede decir. Lo que pasa es nuestro hijo nos impone urgencias todo el tiempo y eso agrega un problema que antes no teníamos. Ahora necesitamos dar una respuesta acabada al instante. No tenemos tiempo para prórrogas. Todo se transforma en acción y reacción; y en esa lógica cronométrica en la que nos mete nuestro hijo, cada nuevo problema se encadena al anterior de manera urgente y sin mediar demasiado sentido. Si se caga, hay que limpiarlo. Si se orina, hay que cuidar que no se paspe. Si vomita hay que levantarlo enseguida para que no muera asfixiado. Ya vamos a ver que finalmente nunca se mueren asfixiados –al menos, la gran mayoría- pero nosotros creemos que sí, que ese vómito blanco de leche le va a obstruir los pulmones y en segundos, no más, el nene pasará a mejor vida. Cosa de lo más desagradable que hay: hablar de la muerte de un infante. El mero hecho de pensar en un ataud diminuto es escalofriante, por no decir de pésimo gusto. Finalmente, es de esos temas que el buen sentido común de nuestra sociedad burguesa, prefiere ocultar. Lo bien que hace.

Pero, retomando, unos de los ejes que se debe tener en cuenta cuando se es padre, al menos padre primerizo, es el tema de las preguntas insatisfechas. Las preguntas insatisfechas no son preguntas histéricas. No, se trata de preguntas que no tiene una respuesta positiva, queremos decir, algo parecido a la tranquilidad matemática de dos más dos es cuatro. En la paternidad primeriza todas las respuestas que los padres buscan encontrar a sus más que lógicas inquietudes, siempre se vanaglorian de una gran cuota de relativismo. Y esto, hay que decirlo, empieza desgraciadamente con los médicos, obstétras primero, pediatras después. ¿Pero es que alguien puede creer que la pediatría cubre la vida del niño desde que nace hasta casi el fin de la adolescencia? Es sin duda, una de las ramas de la medicina que más público cautivo tiene. Basta con ser un pediatra más o menos agradable y comprensivo con los padres, para tener el futuro asegurado.

Pero es que todo se vuelve un problema para los padres primerizos. Diríamos que el primer mes es una gran incógnita que comienza en la sala de parto cuando te entregan a tu hijo envuelto como un paquete –sólo se le ve el rostro-, pasando por las dos noches que te dejan quedarte en el hospital –un tiempo de gracia como para que no te desesperes y en el cual no hacés otra cosa que estar contento por tu hijo y preguntarte por qué se te ocurrió tener un crío- incluyendo el angustiante momento en que nos dan el alta y hay que llevarse el niño a casa, pero especialmente, todos y cada uno de los días que conforman ese primer mes, mayoritariamente espantoso, sino fuera por algunas monerías propias de los bebes que logran conjurar esos momentos de crisis donde lo depositarías en el suelo como si se tratara de una pelota de rugby para luego propinarle una temible patada que lo saque raudamente de tu vida, a través de la ventana. ¡Pero no! Todo eso se disuelve instantáneamente con una sonrisita o un flato cómplice que alivia al desesperado niño. La cuestión comienza a partir del día en que llevamos al niño a su nueva casa. Hasta ese día, la casa, -si es que las casas como en las novelas de fantasmas tienen registro de algo- era un espacio donde la joven pareja tenía resueltos todos sus temas burgueses. Si la pareja era afecta a la lectura y a la música, tendría esos lugares llenos libros y discos donde sentirse a gusto. A decir verdad, la metamorfosis de nuestro templo burgués empieza un poco antes del ingreso material de nuestro niño. Los cambios en nuestra casa empiezan un poco antes, pero claro está, en ese momento no podemos avizorar lo que realmente va a ocurrir. Comienzan con el ingreso de una serie de objetos que poco a poco van poblando algunos espacios que –como toda buena pareja burguesa, había reservado para su prole- como imaginará cualquiera, aparecen la cunita, el cambiador para el niño, el cochecito, el bañador, etc., etc. Muchos de estos objetos son regalos de familiares que sienten –por tradición u obligación social- que deben dejar una impronta, poner primeros que otros su banderita. De modo que suelen aparecer preguntas clásicas como “¿qué van a necesitar para el nene?” “¿Qué te falta?” “¿Tenés ropita? Mirá que usan mucha porque hay que cambiarlo todo el tiempo.” Como estas frases hay muchas más. Ninguna es original, si es que la originalidad tiene algún valor, en algún orden de la vida. Además de este moviliario naif, aparecen objetos que se vuelven tan necesarios como el aire: los pañales, el sagrado óleo calcáreo, el algodón, son elementos que no pueden faltar para poder llevar la vida adelante. También recomendamos alguna crema medicinal contra lesiones producidas por las deposiciones del niño. Volviendo a la casa, la escenografía comienza a alterarse y de pronto una habitación se va pareciendo a una mezcla de juguetería con jardín de infantes. Uno recuerda imágenes de la propia infancia, y se dice que debe ser comprensivo. Sin embargo, cuando además de primerizo, uno es un padre maduro que tuvo a su primer hijo cerca de los cuarenta, todo el mundo de la infancia nos parece absurdo, molesto, cuando no estúpido. A priori, antes de tener a tu propio hijo en los brazos, juramos nunca transformarnos en esa clase de personas que le hablan a los bebés con vos de estúpidos, profiriendo algunos sonidos sin sentido, tales como: dududu dadada. Lo que puede quedar bien para una canción pop, no deja de parecernos imbécil cuando lo observamos en una persona grande con un niño en los brazos. Pero, como ya dijimos, esa estupidez tiene una razón de ser que va más allá del sentido de sus proposiciones que como ya señalamos carece de sentido alguno. De pronto, llega la madrugada en la que uno se encuentra desesperado por los gemidos, gruñidos, alaridos, llanto descontrolado de su hijo. Preocupado por qué dirán los vecinos, que seguramente estarán molestos por los ruidos que produce un niño en medio de la noche –tenemos conciencia social-, angustiado porque no encontramos el modo de apaciguar los reclamos del menor, socavados al ver que nuestros recursos para con él no son los que tiene una experta en puericultura, de pronto metemos manos a nuestros recuerdos sociales y comenzamos a entonar esas melodías absurdas que alguna vez escuchamos y despreciamos –con todo derecho, claro, no eran Mozart- pero que ahora estaban brotando de nuestra garganta dormida, en medio de la oscuridad, para sacarnos del apuro y ver si podíamos, cuando menos, controlar la situación. He aquí otro gran tema para nuestra historia. Si el primer tema eran las preguntas insatisfechas, nuestro segundo problema pasa por cómo recuperar el control perdido. En especial, si lo perdimos en manos de un niño que no llega a los tres kilos y medios y no supera los cincuenta centímetros de largo. Esto, amigos, es toda una reflexión sobre el campo de lo social. Sí, la vida, si es que la podemos llamar así, del padre primerizo empieza a replegarse y podríamos decir que lo hace desde distintos flancos. La perdida del control como tema a resolver se transforma en un objetivo central de nuestra nueva cotidianeidad. En los momentos de tregua en los que el niño duerme, a veces por su propio cansancio, a veces por estar satisfecho con su ingesta de leche, a veces –muchas- sin que sepamos porqué, mantenemos con nuestra compañera reuniones clandestinas en la cocina o cualquier otro lugar estratégico de la casa donde podamos pergeñar nuevas acciones contra el niño que apunten a que podamos recuperar la hegemonía perdida, eso sí, sin despertar su furia, y sobre todo, donde podamos oír cualquier ruido extraño que provenga de él y que pueda ser señal de que algo malo le pueda estar sucediendo. Toda la escena es paradójica y resume un poco eso que se puede definir como el amor de los padres: el niño es el enemigo, pero nosotros estamos para cuidarlo. En esas reuniones, definimos nuevos planes de acción, basados –es duro confesarlo- en el ensayo y el error. Nos decimos que las cosas no pueden seguir así, aunque hayan pasado nada más que diez días desde que nació, y nos angustiemos que por lo menos nos quedan por delante algo así como siete u ocho años para que ese bebé se transforme en alguien que medianamente esté dentro de la cultura. Es decir, alguien con quien interactuar pudiendo esperar algo a cambio después de un diálogo racional.

jueves, abril 09, 2009

Para no ser menos

igual que en los EE.UU, tan queridos a los pudientes habitantes de la zona norte de nuestro GBA, nos decidimos a construir, levantar, un muro. Porque el de Berlín estaba bien que cayera, finalmente eran unos comunistas de mierda; pero el nuestro, como el de EE.UU, en la ciudad de San Andrés, nos separa de los grones: acá de los villeros, negros de mierda; y allá, en el sur de la costa Oeste del gran país del norte, de los mexicanos, que en definitiva, son villeros, negros de mierda. En verdad tienen esa cosa de indígenas que también tienen los villeros nuestros. Hasta los antropólogos señalan, que contrariamente a lo que sostenía el mito de la generación del ochenta de que en la Argentina no había indios, ahora, resulta, dicen los que saben, que cada vez hay más. Y sí, los vemos todos los días, son indios, no sólo los que venden limones en las esquinas; los que fabrican remeras con marcan truchas -nike, adidas, etc.- también: peruanos, paraguayos, bolivianos, meros indígenas, que la avanzada civilizatoria no pudo domesticar ni blanquear. De modo, que volviendo al comienzo, qué menos que levantar una pared para dejar las cosas claras y no mezclar el ganado, como se dice. Que se queden de su lado con su villa y sus costumbres y de este lado, nosotros limpitos oliendo a perfume francés.